Ya en nuestra época, a la que muchos refieren como posmodernidad, la
democracia -en tanto gobierno popular a secas- ha sufrido, lisa y llanamente, una
profunda desfiguración que amenaza con desnaturalizarla, llegándose en algunos casos al
extremo de su falsificación (una suerte de sustitución subrepticia). Aquélla ha sido
vaciada significativamente, tornándose -en gran medida- ilusoria. Así, en no pocos casos,
parece haber quedado prácticamente reducida a mera apariencia o “fachada”. Apreciación,
ésta, que, por ejemplo, en EE. UU., se vio abonada a fines de los años ’80 por el informe
oficial expedido por la “Comisión Tower” con fecha 26/02/87, donde se denunciaba -¡desde
el seno del Capitolio!- la existencia de un “gobierno paralelo” en la que suele ser
considerada la principal democracia del mundo. Análoga idea han dejado las
indagaciones de John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt sobre la definición de la
política exterior del coloso norteamericano. ¿Y acaso no ha venido a reforzar tan
inquietante conclusión la tesis que, más recientemente, el profesor Peter D. Scott ha
planteado en su libro “El Camino hacia el Nuevo Desorden Mundial”, según la cual es
menester distinguir entre el “Public State” (Estado público) y un “Deep State” (Estado
profundo)?